Primera parte del especial en homenaje a los millones de sufrimientos de la Primera Guerra Mundial, con motivo del primer centenario de su inicio.
Estamos hechos para luchar. Para vencer. Para perder, aunque nos cueste y duela reconocerlo. Para vivir. Para que nuestros días tengan un desenlace. Para dar vida a otros. Para continuar el camino de la humanidad. Para sesgar su posibilidad de continuar, al mismo tiempo. Por muchos denominado “la máquina perfecta”, el hombre es un complejo universo en sí mismo sujeto irremediablemente a la omnipresente paradoja. La antítesis es nuestra especialidad: dejamos de lado lo que hace un par de días buscábamos con tanto ahínco; olvidamos lo que juramos recordar por años sin término; terminamos por despreciar o envidiar a quien nos tendió la mano; odiamos a quien amábamos hace unos segundos; ¿morimos para que otros vivan? ¿Qué tan cierta resulta esa última conjetura? ¿Es necesario matar para que otros vivan, o para que vivan mejor? Quien encuentra una indiscutible afirmación en las últimas preguntas responde a las órdenes de la ambición. La insana palabra que, cuando se desboca-y en su mayoría, es así infaliblemente-desata la venganza, el horror y la victoria sin contemplaciones.
El ser humano es la máquina perfecta. Para crear arte. Para hacer ciencia. Para descubrirse a sí mismo. Para formular preguntas. Para elaborar respuestas. Para sembrar la discordia. Para traer la paz de nuevo. Para valorar lo suyo. Para no sentirse enteramente saciado con lo que tiene como propio y desear con malas artes lo ajeno. Para vanagloriarse. Para arrepentirse.
Somos la perfecta... la perfecta contradicción. La felicidad efímera que pasa a un largo sufrimiento del que, muchas veces, somos nosotros los autores. Otras tantas, y no pocas, lo malo lo ocasionan los de fuera, los que observamos más allá de nuestro propio ego. Nunca nos causaríamos daño conscientemente, pero la inquina se convierte en arrebato a la hora de alegrarnos de cualquier mínimo sinsabor que acecha a los que nos rodean. ¿Y si, al intentar hacer daño, el dardo se clava en pleno centro de la diana? ¡Tanto mejor! Los demás son semejantes, pero nunca olvidemos ego. Si tiene alguien que sufrir, que nunca sea yo, ¿no es cierto? Ganar sabe tan dulce y perder es algo inadmisible.
Señores humanos, con semejantes ingredientes de buena voluntad, todo está a punto. Sean bienvenidos a la sastrería de un tapiz rojo como la sangre y oscuro como la desolación: la Gran Guerra.
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Perder. Todo lo que un día ya lejano fue nuestro nunca jamás volverá a serlo. Todo lo que fuimos se evaporó. Nada queda de lo de entonces. Nos perdimos en el camino. Fueron orgullosos y, de los pocos que regresaron, lo hicieron felices, pero por volver, por dejar todo atrás. Con ellos no volvía el orgullo. Se había esfumado al primer paso en el frente. Prometieron victoria y volvieron con derrota. Pero ellos, al menos, seguían órdenes. Ciegos, pero obedientes. Cobardes, pero valientes. No desistieron porque sólo confiaban en traernos lo mejor. Lo único que derivó de todo esto fue horror, hambre, vergüenza. El continente se derrumbaba al tiempo que lo mismo ocurría con el mundo. Tanques, cañonazos; silencio. Los poderosos cayeron y sus vastos territorios, con ellos. Pero la gente se resistía a perecer. Se revolvieron, revolucionaron y reclamaron el poder propio, un poder antes impensable y, menos aún, en un paréntesis bélico. Pero el hambre gana mientras el hombre pierde. La ambición se venga de los que la ostentan. Todos los pueblos pierden, incluso aquellos que dicen ganar. A todo se reduce eso: el Olimpo o la debacle; la divina memoria o un vergonzoso olvido. O, quizás, ¿deberían cambiarse los adjetivos? ¿Es vergonzosa la memoria, divino el olvido? Cada cual, que decida. No se nos juzgue por opinar, porque al hombre poco más le queda ante semejantes espectáculos.
Tiritar. El frío se colaba entre los huesos, aprisiona el alma. Las articulaciones se volvían inútiles y solo servían para disparar o correr: hacia la vida nueva o hacia el último minuto. No obstante, esa nueva vida nunca llegaba o, al menos, no conforme a lo esperado. Lo viejo fue malo; lo novedoso, insoportable. Todo marchaba bien. La bonanza ya había eclosionado poco tiempo atrás y la paz acunaba a la sociedad. Un tiempo soleado, una bella época, un cielo raso que se cubriría de tinieblas. El primer brochazo vino con un asesino; con el gris pintó el final de un heredero. El siguiente en unirse al cuadro fue un imperio de la capital de los valses; con el negro empezó a trazar los esbozos de una guerra. Irónico el hecho de que en ciudad tan artista estallara el “anti-arte”: el de destrozar familias, el de las hambrunas, el de las enfermedades del frente, el del degüello. “Si no aceptan las condiciones por las buenas, suya es la perdición. Si una sola de ellas no es acatada, suya es la desventura. Si no quieren ser gobernados por Viena y Berlín, suya es la culpa. Estamos sedientos: de tierras, de poder, de vidas…”. Pero el resto del mundo no se lo pondría tan fácil. Cuando los intereses se ponen en riesgo, toda excusa es poca para defender lo propio. La humanidad pierde su sentido. Las promesas cobran protagonismo. El frío no importa desde las altas esferas. Aunque llueva, acrecentarán sus tierras. Aunque nieve, se pavonearán con orgullo. Nadie tiene frío… porque aún no ha empezado nada y, sin embargo, empieza todo a acabar…
Recordar. Se sucedían las imágenes: en la sesera, las de la tierra que nos vio nacer, la que nos dio la vida para salvaguardarla, no rebanarla; en el corazón, las de nuestros hermanos, nuestras esposas y maridos, aquellos amores de juventud que habían truncado las masacres… nuestros padres. El deber por la patria querida, por la que creíamos luchar, era precisamente lo que nos alejaba de ella y nos obligaba a renunciar a todo lo de atrás. Entre aquella especie de túneles laberínticos coronados de espinas se trinchaba al pavo, uno que disparaba, que mataba y lloraba al hacerlo o al percibir en las sienes el impacto de la muerte. Ese “pavo a la trinchera” éramos nosotros: la humanidad, desangrándose a lo largo de cuatro años.
Olvidar. ¿Cómo pasar por alto aquella lejana y primera navidad en el frente, en la que un general de cada bando saltó del agujero al cielo-porque de ahí para abajo era el mismísimo averno, el de la rutinaria espera, el de la cobardía sensata- y, tras encender solemnemente un cigarrillo sin que la alerta durmiese, se estrechaban la mano firmando con sencillo gesto la paz? Firmando así unos días de alivio, de sosiego, en el que no nos volvimos unos hermanos de otros, pero sí camaradas, al menos, que olvidaron las órdenes de arriba durante unas breves jornadas por necesidad. Aquel paréntesis significó que, por entonces, aún no habíamos perdido el juicio y entendíamos a los de otras tierras, porque el hombre sufre y siente igual en lo más íntimo de su ser, sin importar su procedencia. Pero todo aquello… se olvidaría en los años venideros. Hay otras cosas más difíciles de olvidar. Ni siquiera con gas se borraban los recuerdos, que tan vívidos permanecen. Cada amigo que yacía con una firma de muerte en el pecho nos advertía, con mirada incrustada, que la próxima firma venía, se acercaba, se cernía sobre nosotros… Un aviso desesperado indolente ya que clamaba en silencio que no jugásemos más a mandar hombres al otro mundo por inútiles ideales y orgullo. La firma de la muerte nunca se borraría. Una rúbrica irreparable que machacaba a los que, desalentados, conservaban el más mínimo soplo de esperanza. Ellos no nos olvidaron; pero, pueden estar seguros, mucho menos los olvidamos nosotros a ellos. Lo que a fuego muere, a fuego se graba en la memoria. Allí, en aquel infierno de llamas visibles-en frente-e invisibles-justo debajo-, cada minuto que pasaba era dedicado a ellos.
Vivir. Nadie tenía derecho a hacerlo. El mundo se había partido en dos grandes familias, adversarios irreconciliables cuyas diferencias, aún hoy, permanecen. Las promesas son la seductora trompeta del diablo. En ellas confiábamos todos, aunque algunos, simplemente, se lanzaron a la aventura sin saber bien a qué convicciones aferrarse. No fueron algunos; realmente, fuimos todos. Pobreza de sabiduría y espíritu, maleabilidad, ego patriótico… Un cóctel ponzoñoso que conseguía sin mucho esfuerzo un gran número de hombres para matar a otro mayor. Y nosotros, inocentes, bebimos. El regusto de ese veneno, que se abrió paso lentamente por la sangre cual virus, nunca desaparecería… y menos en los supervivientes. ¿Qué pensábamos al ofrecernos en bandeja? ¿Cuál fue la recompensa de semejante barbarie? ¿Por qué necesitaba el mundo, herido tantas veces, reabrir brechas y lanzarse a sí mismo al abismo? ¿Valía más un imperio que su gente? Solo el odio permaneció intacto, incluso cuando la paz llegó. Solo la maldad logró sobrevivir. Nada en nosotros quedó como antes. La paz no sirvió para resurgir. Solo nos dejaban una alternativa…
Morir. Aunque volviéramos a nuestros hogares, regresábamos muertos. Andábamos, pero sin ánimo. Sonreíamos, sin felicidad. Respirábamos, sin aliento ni espíritu, muertos para seguir viviendo. Habíamos corrido mejor suerte que nuestros amigos pero ellos, por otro lado, no tenían que vivir con el recuerdo de las noches de Verdún ni los inenarrables días del Somme. Europa despertaba de una pesadilla, lentamente, aunque esta se materializaba una y otra vez cada vez que, con suerte, cerrábamos los ojos. Habíamos ganado la paz, pero lo perdimos todo por el camino. ¿De qué servía ya vivir en un mundo gris, sin luz, que despertaba con el acechante miedo de que la tranquilidad se resquebrajase una vez más de un momento a otro?